7/2/17

LA MUJER DE LAS FUENTES (POEMA)


(A ella misma) 

La rítmica cadencia
del agua golpeando
sobre la piel del agua.

Las ramas de los árboles
trenzando en las alturas
una cúpula verde
que adormece el anillo
circular de la plaza.

Un rayo de sol tibio
pugnando por hundirse
bajo la sombra tenue
de las hojas.

En franca algarabía,
gorriones, loros, mirlos,
tórtolas y palomas,
y algún grito de niño,
rompen en trozos múltiples
el cristal que envolvía
la silenciosa
tristeza del templete,
despertando recuerdos
diluidos
en el acuoso mirar
de los ancianos.


Veo llegar de lejos
una figura
familiar que no logro
ubicar con acierto.
Esta memoria mía
va perdiendo neuronas
a medida
que el tiempo amarillea
con rabia mis papeles. 

¡Ah! ya sé:
la mujer de las fuentes.

Viene a cumplir el rito
diario de bañarse,
ajena por completo
al mundo que rodea
el borde de su mundo.

Se desnuda despacio;
el cuerpo ofrece
a la dulce caricia
del agua y no me advierte
siquiera a cuatro pasos,
haciéndome partícipe,
sin querer, de un secreto
que a diario trasluce
y nadie entiende.
 

Sólo vemos un cuerpo
desnudo de mujer
en una fuente
y absortos lo miramos
sin comprender,
en realidad, qué ocurre:

Ella conserva aún
la relación, la magia
que nosotros
-absurdos habitantes
de la prisa-
perdimos en las grietas
difusas de algún sueño.

La mujer de las fuentes
siente un ansia,
una atracción,
irresistible acaso
y no puede pasar
junto al murmullo
encantador del agua
sin sentirlo en el cuerpo.

Necesita
que golpee su frente,
que resbale
por sus ojos y labios,
por sus senos y pubis,
por sus muslos;
que su energía penetre,
a través de su piel,
hasta la roja esencia
de los huesos
y ser una con ella,
ajena a mí
y a todo el universo.
 

Como una ninfa espúrea
es una estrella
de luz húmeda y quieta,
fascinada en el tacto
del agua, adormecida
en el rayo de sol
licensioso que intenta,
resbalando
por los tejados fríos
penetrar por el hueco
de las arbóreas copas
y abrazarse a su cuerpo
en un descuido.

Ahora me ha mirado
desde la lejanía
profunda de sus ojos
y un ligero destello
me ha hecho cómplice suyo
para siempre.

Dos loros colilargos
captan por un instante
mi atención en un vuelo
de estridencias que asusta
a los laureles. Siento
en el aire su pálpito
mientras espero
a mi mujer y a mi hija
que ya descienden
por el rayo de sol
hasta mi encuentro.

Al girar la cabeza
la mujer ya no está.
Sola, canta la fuente,
y en la arena,
húmedas huellas van 
persiguiendo silencios
de lejanos jardines.

 
Miguel Ángel G. Yanes

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