3/11/15

EL CEMENTERIO DE SAN RAFAEL Y SAN ROQUE


Anteayer, festividad de Todos los Santos y víspera de Difuntos, conseguí visitar, por primera vez, el antiguo cementerio de Santa Cruz de Tenerife, con el que me une un extraño vínculo.

Inaugurado en 1810 a raíz de una epidemia de fiebre amarilla, dejó de ser un lugar de enterramiento en 1916 al construirse el nuevo cementerio de Santa Lastenia en la periferia del municipio, ya que, el de San Rafael y San Roque no tenía posibilidad de ampliación, al haber quedado rodeado por completo de edificaciones en el centro de la ciudad.


Mi relación con ese sagrado recinto (que no había pisado nunca) se remonta a los años de mi infancia, en los que, con cierta periodicidad acudíamos a visitar a Ángel, el hermano mayor de mi abuelo paterno, y a Teresa, su esposa, que vivían en una antigua casa adosada casi a la tapia del cementerio, de la que sólo la separaba un estrecho patio de cemento.

Recuerdo que siempre había cajas de madera apoyadas en el muro, lo que me permitía, subiéndome a ellas,  atisbar el interior del camposanto.


Han pasado más de 50 años, y esas imágenes siguen nítidas en mi memoria como si mirara aún por los ojos de aquel niño que fui; pero al parecer algo no cuadraba en mi historia: cuando yo contaba que, desde esa improvisada atalaya, presencié alguna comitiva portando a hombros un féretro para proceder a su enterramiento, todos abundaban en la imposibilidad de que hubiera podido contemplar tal escena, habida cuenta de que, una vez inaugurado el nuevo cementerio, allí no se volvió a enterrar a nadie.

Pero, hete aquí, que por esos lazos de la "causalidad", el pasado uno de noviembre, alguien pudo corroborar que mi historia era cierta, que no era fruto de invenciones o sueños, sino real como la muerte misma.
 

Al parecer, no volvió a excavarse ninguna nueva sepultura desde 1916, pero sí se efectuaron enterramientos en los panteones ya existentes hasta los años 60 del pasado siglo.

Esta valiosa información se la debo a Isauro Luis Abreu García-Panasco, a quien tuve la suerte de conocer en esa visita postergada, por toda suerte de olvidos y avatares, durante tantos años.


Dos cosas más:

Primera) Diciembre de 1973. Mi abuelo Juan y yo, que transitábamos a pie por la calle Fernández Navarro (en aquella época habilitada al tráfico) al llegar a la altura del cementerio nos vimos obligados a descender de la acera, obstaculizada esta por los escombros de una obra cercana, cuando fuimos atropellados por un coche que se dio a la fuga. El incidente, que se saldó con unos puntos en la cabeza, diversas contusiones y arañazos, ocurrió aquí mismo, en el lugar que muestra la fotografía:


Segunda) Cierta noche, allá por los años 80, regresando de las Cañadas del Teide, después de celebrar, a nuestro modo, el solsticio de verano, un grupo de amigos acertamos a pasar por delante de ese antiguo cementerio. La mayoría, como supongo ocurrirá a muchos santacruceros, ignoraba su existencia. Allí conté de nuevo mi relato, lo cual fue óbice para que, esta vez sí, soñara con posterioridad con aquel recinto que, en el sueño, tras atravesar la puerta de entrada, venía a ser una enorme cueva de techo bajo y plano, donde una multitud de personas esperaba algo con verdadera expectación.

Cuando mis ojos se habituaron a la penumbra, distinguí, en el lateral izquierdo de la gruta, a un ser andrógino que, con los brazos abiertos exhortaba al público asistente desde un púlpito excavado en la roca. Sobre él, unas puertas de madera, indistinguibles hasta entonces, se abrieron de golpe y una enorme cornucopia comenzó a derramar su abundancia de bienes sobre los presentes.


Miguel Ángel G. Yanes


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