20/1/10

AUNQUE NUNCA VIVÍ EN TACORONTE


No sé a ciencia cierta si los vecinos de Tacoronte lograron derribar el Plan General de Ordenación Urbana que afectaba al municipio, o si sólo han podido detenerlo de forma provisional. Sea de una manera o de otra, quiero solidarizarme con ellos en su lucha, sobre todo con doña María Virginia González Dorta, cuya carta titulada "Yo tenía una casa y una huerta en Tacoronte", publicada el pasado mes de octubre en la prensa local, me tocó el corazón.
 

Yo nunca tuve un pedazo de tierra, ni en Tacoronte ni en ningún otro sitio. Es más, ni siquiera tendré ya esos dos metros cuadrados que antiguamente nos correspondían, pero de todas formas, quiero solidarizarme con ella en su denuncia de los artífices de un PGOU que pretende arrasar todo lo que se ponga a tiro, eliminando sin ningún tipo de pudor, casas, jardines, huertas, árboles, arbustos y, si no los frenan, hasta la propia identidad tacorontera, representada en parte por esos pocos barrancos aún vírgenes, donde la maravilla de la vegetación silvestre, besa y abraza todo lo que encuentra a su paso, transformando sus cauces en un bello y bucólico vergel; un alimento para el alma y para los sentidos.


Me vienen a la memoria unos versos, para mí de los más hermosos de Emeterio Gutiérrez Albelo, sobre esos idílicos enclaves que llegan a ser los barrancos aún no profanados por la mano del hombre:

"Cañaverales de Agua García / cañaverales que pulsa el viento / rítmicos tubos / varas con flecos... /cañaverales locos del alma / que se me afilan / igual que lanzas hacia los cielos / cañaverales de Tacoronte / cañaverales que pulsa el viento".

Ruego que no los toquen; es parte de la precaria herencia que todavía podemos legar a nuestros hijos, aunque sea tan sólo un simple atisbo del paraíso natural que ya perdimos.


Aunque nunca viví en Tacoronte, lo frecuenté a menudo en mis años jóvenes. Solía acudir en los meses de verano en compañía de mi vecino y amigo Fernando Canino Palma, cuyos abuelos tenían vivienda en Los Naranjeros, justo en ese corto tramo de carretera que aún conserva la sombra y el arrullo de los álamos, junto a la Casa Roja (referencia inútil en estos tiempos porque, hasta ella, ha perdido el color) Allí conocí a los amigos de mi amigo, que luego fueron míos; allí entendí que, o volvíamos al vibrar al ritmo de la naturaleza, o estábamos perdidos; allí logré, sin la maldita prisa, asomarme al cáliz de un gladíolo y descubrir las perlas que el rocío dejaba; allí sentí como nunca el olor de la tierra recién labrada y húmeda. Allí aprendí también a disfrutar del canto de los pájaros, del aroma del mosto, de la fruta, de los tubérculos y de las hortalizas. Y aprendí que la paz de los árboles, a poco que te abraces a ellos, puede trasvasarse al pecho de los hombres, en un desesperado intento por su parte de convertirnos en guardianes del mundo.



Cuando ya las tardes caían, con esa lentitud interminable casi del verano, y la fragancia de los jazmines se expandía por doquier, llegábamos al que, para nosotros, era en aquel entonces, el propio corazón de Tacoronte: "La Juventud Edelweis", el primer teleclub que se abrió en Tenerife, un punto de encuentro que se antojaba mágico; allí charlábamos, jugábamos al ludo, al ajedrez, al ping pong, veíamos la tele, y siempre había alguien dispuesto a arrancarle algún acorde a una guitarra. Por ello, aunque nunca viví en Tacoronte, lo sigo llevando en la memoria y en el corazón. Así que reitero mi apoyo incondicional a todos sus vecinos, y en particular a doña María Virginia González Dorta.

Miguel Ángel G. Yanes
Publicado originalmente el 27/11/09

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